Humo y caos

Con un movimiento de brazo tan brusco como si de repente hubieran tirado de su mano, agarró el bote de pastillas. Reunió toda la fuerza que le quedaba para abrir aquel condenado bote que acto seguido iba a empinarse como el que se quiere beber el último trago de una botella. Ahora solo quedaba esperar a que aquellas pastillas hicieran efecto. Mientras todo el mundo dormía, él permanecía despierto. Afuera la noche se iba cerniendo cada vez más oscura. Aquella noche era especial; no se veía una sola estrella en el cielo, el humo se había encargado de taparlas casi por completo y había una luna de sangre tan roja como el atardecer al que sucedió.

Apenas se escuchaba a lo lejos el ruido de las criaturas. Las llamaban así porque no sabían a ciencia cierta qué eran, pero si hay algo que sabían es que estaban hechas de pura maldad. Se les había encargado que le dieran caza antes de que fuera demasiado tarde. Si no eran erradicadas antes del amanecer, todo estaría perdido. 

Todo parecía muy raro, pero los dos estaban extrañamente calmados para la situación que iba a suceder esa noche. Quizá fuera por las pastillas que acababan de tomarse, pero notaban como cada vez lo que sea que llevasen les estaba corriendo por las venas. 

De una patada abrió la puerta de su humilde casa en la granja. Casi al unisono, lanzó un grito que quebró y resonó en todo el valle: «Venid a por mí con todo lo que tengáis, malditos bichos» clamó en mitad de toda la inmensa oscuridad. Lanzó una granada incendiaria casera que había construido con un poco de alcohol que le quedaba y una botella de cristal a un campo de pasto que cualquiera hubiera jurado que estaba vacío, mas en cuanto el fuego se propagó por él en cuestión de segundos, gritos de dolor provocados por la propia llama ahogaron su bramido desafiante y por un momento hasta le cortó la respiración de la impresión. 

Sabían con certeza que morirían esa noche. Las "criaturas" eran demasiadas para poder ser contenidas por una pareja con poco más que un par de espadas y las pocas granadas que habían conseguido improvisar. "¿Acaso había alguna diferencia si luchaban?" Se preguntaban con la mirada. Si no fuera por las pastillas, sabían que estarían rabiando de dolor en el suelo de las heridas de las batallas anteriores. 

Pero no estaban dispuestos a rendirse. Llegaron corriendo hasta el patio trasero del cementerio. Las criaturas no serían muy hábiles luchando, pero eran muchas. Haberlos hecho retroceder hasta aquella zona era todo un logro. 

A ambos les gustaba la manera en la que la noche les cubría las cicatrices. Era como si no estuvieran, pero a decir verdad seguían molestando a la hora de blandir la espada. Visto desde fuera, aquello parecía un macabro baile, perfectamente sincronizado, que de vez en cuando desprendía algún fogonazo de las granadas que iban lanzando. Si se hubiera llegado a dar en otras circunstancias, hubiera sido precioso, un espectaculo digno de ver, pero en aquel momento en el que su vida corría peligro, lo último que les preocupaba es que aquello resultase particularmente bello. 

Una hora de criaturas apareció de la nada. "Este es nuestro fin" pensaron. Eran demasiadas, sabían que si peleaban sin un plan acabarían muriendo y todo habría sido en vano. Apenas tuvieron una fracción de segundo para esconderse y planear alguna manera de abordar aquella situación.

- Ya lo tengo, haré de cebo, y cuando esos condenadas criaturas se me echen encima, lánzame todas las granadas que tengas. - dijo él.
- ¿Estás loco? No pienso hacer eso.
- No nos queda otra opción, todo estará perdido si no lo hacemos.
- Ni hablar, tiene que haber otra manera.
- Sabes tanto como yo que no la hay.
- ¿Y qué pasará si esos demonios siguen cayendo del cielo?

Fueron apenas unos segundos de silencio que se hicieron eternos. La tristeza y el cansancio inundaban sus miradas. 

- Tengo que hacerlo y lo sabes.
- Encontraremos otra manera, no te precipites. - dijo ella notablemente preocupada.
- ¿Sabes? Siempre me ha encantado la manera en la que parece que bailas con la hoja, como si el resto del mundo no te estuviera mirando.
- No me vengas con esas, no pienso dejarte hacerlo, y no hay más que hablar.
- Tienes razón, no hay más que hablar. - contestó mientras le daba un beso y echaba a correr. - ¡Estoy aquí, malditos bastardos! - exclamó mientras corría hacia ellos espada en mano.

Las lágrimas salían de sus ojos, sabía que tenía que hacerlo, aunque aquello significase su muerte. Con todo el dolor del mundo, lanzó una oleada de granadas que cayeron sobre las criaturas como un gran fuego que consume un bosque. Tras unos segundos de aullidos de dolor y el crujido de la carne siendo quemada aún con vida, todo empezó a calmarse de nuevo. Aquella idea descabellada había funcionado, pero a qué precio.

Volvió a casa, desanimada y sin poder contener las lágrimas y se encerró en el baño para no despertar a los niños. No paraba de repetirse que aquello no había pasado de verdad, que él volvería con una sonrisa en la cara a abrazarla, que podría volver a ser feliz, pero la sangre que cubría su cuerpo le decía otra cosa. El primer rayo de sol se coló por la ventana del baño, anunciando así el amanecer de un nuevo día. No se lo podía creer. Habían ganado. Había perdido.

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